martes, 25 de septiembre de 2012

Casi nada

Un espejo reflejando a otro espejo. Una sucesión de reflejos que no se acaba, se pierden nada más. Las últimas palabras de un hombre en el lecho de muerte, huecas y sin sentido como preguntar en dónde está el control remoto. El peluquero que sin clientes lee y relee una vieja revista de chismes, dibuja bigotes al azar y ríe para sí mismo. Los perros que caminan debajo del puente y beben agua del charco en el que flota una botella de PET. El niño que no puede dormir el domingo porque ha recordado que no terminó las planas de la letra "O" que le pidieron en la escuela y sabe que al día siguiente tendrá que mentir y que esa mentira se convertirá en pecado y el mismo miedo que siente ahora lo sentirá la noche del sábado antes de la confesión del domingo. Las montañas vistas desde la ventana del avión y la duda de si tomarle una foto o no. El silencio que se crea al atorarse una puerta giratoria con nadie adentro. El punto final con el que se cierra este texto. Casi nada.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Desde el mar

Recibí una llamada a media tarde, estaba en la Ciudad de México, en el departamento que rentaba en una colonia llena de familias, buscando quizá a mi propia familia dentro de todas las conversaciones que escuchaba en los restaurantes, en la tienda, en el parque, en más de una ocasión creí escuchar ese tronido de dedos que hacía mi padre cuando quería que me apurara o incluso llegué a sentir en el hombro la mano de mi madre diciéndome que yo podía con todo. Buscaba a mi gente en otra gente. La llamada me informaba que tenía al fin la casa de mis sueños. Una pequeña casa en la playa, en donde la arena a veces se colaba y donde no había más ruido que el que provocaban las olas cuando golpeaban a lo lejos, con rocas inmensas que parecían que todo lo encerraban. Encerrarme, eso quería. Mi hermano me llamó para decirme que el trato estaba hecho, desde hace años es el apoderado de mis decisiones,tomé un vuelo al pueblo en donde estaba la casa. Era un pueblo pequeño, más parecido a una villa que a un pueblo, lleno de gente que no preguntaba por ti, creo que era un pueblo a donde la gente iba a desaparecer, a que el agua los erosionara hasta que no quedaran ni los huesos. Me gustaba la idea de erosionarme ahí. Lejos de los tronidos de dedos de mi padre, lejos de la mano de mi madre. Llegué y me entregaron las llaves, grandes, pesadas, era la primera vez que estaba ahí, la casa la había comprado con sólo ver las fotos, la compré porque en la descripción incluyeron un archivo de audio que decía: "A esto suenan las mañanas". Era un compendio de sonidos variados, aves, gritos de niños jugando, el viento en los árboles y al final, el mar. Yo quería que eso fuera lo que oyera al despertar y ahí estaba después de meses de negociaciones, recibiendo esas llaves, recibiendo esa casa y esos sonidos. La casa necesitaba arreglos, tenía un hueco inmenso en el techo por el que se colaba el sol durante gran parte del día, lo observé y me pareció un canal a Dios, después reí y decidí repararlo. Fui al pueblo y compré lo que necesitaba para hacerlo, me trepé en una escalera y comencé a tapiar el techo. Sonó mi teléfono, dejé que sonara y al contestar, escuché la voz de otro de mis hermanos, el que nunca me llama, el que juró que sólo lo haría cuando fuera estrictamente necesario porque en su percepción de la hermandad no necesitabamos escucharnos, ¿para qué hablarnos si podemos pensarnos?. Me dijo que mi padre, nuestro padre, acababa de morir. Colgué el teléfono. Regresé a tapiar el techo. Viajé a primera hora de la mañana a mi ciudad, una ciudad lejos del mar, metida en la sierra, en el calor, en los recuerdos. La noche que pasé después de la noticia fue hermosa. Descansé en el mar, escuchaba a las gaviotas, mi padre estaba conmigo en espíritu y lo sentí. El tronido de dedos rompía la noche, inmenso, como un trueno. Comenzó a llover. Llegué al funeral y lo vi dormido, lejano, coloqué una moneda en su bolsa izquierda, ¿qué tal que necesitaba pagar el pasaje? Lo amé más que nunca, a pesar de todo lo que nos separó, lo amé, el agua del mar que llevaba guardada en mí por la noche anterior, brotó de mis ojos y cayó sobre los suyos. Juro que escuché una gaviota entrar al salón y salir volando por la ventana. Regresé a mi casa en la playa. Llevaba aún el traje del funeral, estaba solo, un poco más solo ahora, un poco más huérfano. Me quité los zapatos y caminé a la arena. Me senté ahí a ver el cielo que se pintaba de rojo. Me quité la corbata y el saco y entré al mar con pantalón y camisa. Nadé horas. Las lágrimas que había traído del funeral brotaban de mis ojos y se mezclaban en el agua del mar. Juro que escuché sus dedos entrar al agua y salir en una ola. Mi casa en la playa, mi padre en la playa.