jueves, 25 de agosto de 2011

Ecos de perros

Escucho el ladrido que no me deja dormir, que me taladra la cabeza como una culpa inmensa de cosas que dejé pasar, de personas que dejé de querer.

El perro no deja de ladrar y yo no dejo de pensar y recuerdo, el lecho en donde murió ella y los días de duelo que siguieron al disparo. Accidental. Eso dijo la policía y ambas familias. Las cosas pasan por algo me dijeron y yo no sabía que decir. Tendrás un ángel en el cielo que te cuidará, decían y yo lloraba inconsolablemente. Un ángel con un tiro en la frente.

La culpa es un espejismo horrible en el ojo que no te deja ver bien la vida, la culpa es un grito que nunca terminas de sacar del pecho. La culpa es el preámbulo de la muerte.

El perro se ha callado pero aún retumban en las paredes de mi cuarto sus ladridos, el sonoro y lastimoso quejido de un perro que no entiende porque ha sido encerrado de nuevo en el baño de una casa, los dueños temen que salga a la calle y muera, ellos no saben que él está muriendo dentro de ese lugar todas las noches.
El sonido del disparo aún retumba en mi cabeza, en las paredes de mi cráneo, se acumula, se condensa y llueven lágrimas de culpa, en cada una de ellas va su cara dibujada en el instante justo en el que una 48 especial le da un empujón a su frente que la desnuca y la sangre sale disparada a todos lados y me cubre.

Hoy quiero liberar a ese perro, tomarlo en mis brazos y subir a la azotea juntos. Saltar al vacío. Caer los dos. Morir de verdad y no en partes. Los ecos del perro no volverán a escucharse, los ecos del tiro dejarán de estar en mí para siempre.
La culpa, el perro. El sonido de ambos cayendo.

lunes, 15 de agosto de 2011

Caeser

Lo primero que aprendí a escribir fue mi nombre, César, pero lo escribía muy mal: Caeser.
Incluso en el baño viejo de casa de mis padres está aún mi nombre rayado con pluma. El error se quedó para siempre y con los años yo no. Dejé de escribirlo mal y comencé a hacer como que si sabía.

Fingir que sabes, imitar lo que otros hacen, perder para ganar, ganar a toda costa, los años me llevaron a lugares que no pensaba pero aún hoy, desde la distancia creo que mi mundo era mejor cuando yo creía que me llamaba Caeser.

domingo, 14 de agosto de 2011

De perder.

De nuevo soy el último en salir de la oficina y no me siento mal por eso, después de todo...no tengo nada que hacer si no trabajar.

Salgo a la calle y espero el taxi, no llega. Enciendo un cigarro y me dejo llevar por el humo. Viajo a un lugar distinto en donde los ecos de los recuerdos me desmadran en pedazos los ojos que se me caen en forma líquida al piso. El guardia de la oficina sale y me pregunta si estoy bien, le digo que si, que sólo acabo de recibir una mala noticia. El taxi llega y acaba con el momento incómodo aunque inmediatamente se convierte en otro, no recuerdo donde vivo.

Seguro que no sabe donde vive, me pregunta el taxista, le digo que no pero que conduzca rumbo al sur de la ciudad, quizá encuentre las pistas necesarias para saber en donde vivo o al menos consiga un buen lugar en donde dormir, no sé. No sé nada y ni siquiera sé como me llamo ahora pero bueno...eso importa acaso? los nombres son sólo etiquetas que nos cuelgan y que nos definen algunas veces si y otras no. He cambiado tanto de nombre los últimos años que no recuerdo cual fue el primero, el genesis de mis nombres, la forma en la que se dirigía a mi mi madre, la primera vez que Susana lo dijo a los 8 años en el patio de la escuela. Que importa, nada importa.
El taxista comienza a desesperarse y sospecha que quiero hacerle algo, idiota, si quisiera lo hubiera hecho. No quiero hacer nada y ni siquiera quiero llegar porque no existo, no sé. Suena el teléfono, contesto. Preguntan por Marcos, ¿Marcos... me llamo Marcos? o es un número equivocado? no sé, no tengo cara de marcos.

El taxista me deja en donde le digo que recuerdo que es mi colonia, le respondo en inglés y él parece no entenderme...acabo de perder la habilidad de hablar español. ¿Qué más perderé? ¿la vista? ¿el tacto?
Pago con todo lo que traigo en la cartera y camino a un parque que parece que recuerdo. ¿o me he equivocado de nuevo?

Tiemblo, tengo miedo de no saber nada, de haberlo perdido todo otra vez, no es la primera vez que te pasa esto, me digo para tranquilizarme y recuerdo la vez en Marruecos en donde me pasó exactamente lo mismo y terminé deportado a mi país y me reclamaron en migración los que decían que eran mis socios de trabajo. ¿Será? ¿Seré?

Son las doce de la noche y yo no soy.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Fiebre

Bajé del cuarto y estaba empapado en sudor. Dejé a mi paso un rastro de agua. Pequeños charcos que hacían que quien quisiera caminar tras de mí, resbalara. Pero estaba solo, no había nadie para resbalarse en mi rastro de agua. Sudaba tanto que pensé que me deshidrataría y por eso fui a la cocina, necesitaba beber algo.

Abrí el refrigerador, mi cuerpo estaba seco, podían vérseme los huesos. Podían sentirse las esquinas de mis huesos sin siquiera tocarlos. Estaba mal. El refrigerador era inmenso. Presioné el dispositivo de agua fría y comencé a bañarme con el chorro de agua que caía sobre mi. Bautizado en el agua fría como Juan en el Jordán. Comencé a respirar y a sentir que aún quedaba vida en mi. Después cayeron hielos en mi cabeza. El piso de la cocina era una mezcla de distintas aguas en distintas etapas del cíclo del agua. El despertador marcaba las 4:19 am. Yo quería hacer una llamada, pedir una ambulancia, me ahogaba.

El compresor del refigerador estalló y con su ruido desperté. Había pasado la noche recargado contra el aparato y ahora estaba bien. Eso pensé. Al llegar a mi cuarto me desplomé. Un saco de papas podridas era yo. Un destello intermitente en el bosque. Una luciérnaga perdida en el agua más profunda. Nada.


martes, 9 de agosto de 2011

L.A.

-Entonces lo que soñaste no tiene sentido esta vez- Le dijo Gabriela a su hermana mayor.
-No, no tiene nada de sentido, esta vez no empatan las cosas, no hay coherencia-Ann bebía lentamente de la copa de agua helada que el mesero había dejado sobre la mesa.

En las mesas del lugar no hay nadie. Sospechosamente no hay personas en el verano de Los Ángeles. El calor no dice nada. Afuera del restaurante están realizando una sesión de fotos. La modelo sostiene en sus manos un cactus morado, detrás de ella un hombre intenta golpearla. "Publicidad"- Piensa Ann y Gabriela habla por su teléfono.

-Regresarás a casa?- Ann le pregunta a Gabriela y no la mira siquiera.
-No sé, aún no sé que voy a hacer acá, menos voy a saber que voy a hacer allá- Gabriela se pasa un hielo por la boca cuando termina de hablar.

La sesión de fotos ha terminado, la modelo fuma un cigarro mientras el equipo de producción desmonta las luces. Al terminar apaga su cigarro sobre el cactus morado. "Publicidad"- Piensa Ann y cierra los ojos.

Ann paga la cuenta y se despide con un beso de su hermana. Casi en la puerta Ann voltea y le dice a su hermana:
Soñé esto, igual- ella levanta la mano y le dice adiós con un gesto.

Gabriela marca a casa.





viernes, 5 de agosto de 2011

nunca

Nunca me recuperaé de esto- me dijo y azotó la puerta en mi cara. Retrocedí, salí de su edificio y caminé por la colonia. Hacía frío pero yo no lo sentía.

¿qué hice mal? ¿porqué estaba así? ¿en qué momento nos mandamos tanto al carajo?

La última noche que nos vimos todo parecía estar bien. Lo usual. Un trago, una charla, un par de insultos cifrados en te quieros que no sentíamos. Lo usual. Sexo lleno de fantasías alejadas de nosotros. Vehículos para llegar a un destino irreal. La vida pues.

Pero luego ella me pidió que le contara el único secreto que me había guardado para mí, el de la vez en Canarias en donde desaparecí por una noche y ella se quedó en el hotel llorando mi ausencia.
Le dije todo, le dije lo del disparo al agua y lo de la chica negra que dejó de respirar. Lo del sexo grupal en el putero, lo de la peli porno en donde sostuve el micrófono. Lo de los policías y la coca en el capacete de la patrulla.
Ella me escuchaba atenta y yo le narraba todo. Al final me dijo que ya no me amaba. Ya no había secretos, ya no había nada.

Ella no sabía que yo la amaba tanto que nunca le dije que en Canarias me fui a una cafetería a escribir su nombre en una servilleta, quemarlo y fumarme las cenizas metidas en un marlboro blanco. Ella estaba en mí. Nunca se lo dije, ni siquiera para detenerla. Ella era mía para siempre aunque se fuera como el humo del cigarro, como las mentiras de mi noche de verano.