Escucho el ladrido que no me deja dormir, que me taladra la cabeza como una culpa inmensa de cosas que dejé pasar, de personas que dejé de querer.
El perro no deja de ladrar y yo no dejo de pensar y recuerdo, el lecho en donde murió ella y los días de duelo que siguieron al disparo. Accidental. Eso dijo la policía y ambas familias. Las cosas pasan por algo me dijeron y yo no sabía que decir. Tendrás un ángel en el cielo que te cuidará, decían y yo lloraba inconsolablemente. Un ángel con un tiro en la frente.
La culpa es un espejismo horrible en el ojo que no te deja ver bien la vida, la culpa es un grito que nunca terminas de sacar del pecho. La culpa es el preámbulo de la muerte.
El perro se ha callado pero aún retumban en las paredes de mi cuarto sus ladridos, el sonoro y lastimoso quejido de un perro que no entiende porque ha sido encerrado de nuevo en el baño de una casa, los dueños temen que salga a la calle y muera, ellos no saben que él está muriendo dentro de ese lugar todas las noches.
El sonido del disparo aún retumba en mi cabeza, en las paredes de mi cráneo, se acumula, se condensa y llueven lágrimas de culpa, en cada una de ellas va su cara dibujada en el instante justo en el que una 48 especial le da un empujón a su frente que la desnuca y la sangre sale disparada a todos lados y me cubre.
Hoy quiero liberar a ese perro, tomarlo en mis brazos y subir a la azotea juntos. Saltar al vacío. Caer los dos. Morir de verdad y no en partes. Los ecos del perro no volverán a escucharse, los ecos del tiro dejarán de estar en mí para siempre.
La culpa, el perro. El sonido de ambos cayendo.
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