Siempre he estado ligado a la enfermedad, mis primeros recuerdos siempre apuntan a dolores en el pecho, tos que inunda el cuarto en el que esté, fiebre, sueños de fiebre y ausencia del hambre en mí. Desde niño he probado todas las medicinas y puedo considerarme un experto en automedicarme, en inyectarme solo, en tragar pastillas, masticar tabletas, beber jarábes y hacer de todos un coctél que me aletargue lo suficiente como para soportar la fiebre.
Mis peores pesadillas han sido bajo los efectos de antibióticos, pesadillas que quedaban destruidas cuando sentía el frío de la regadera, los pedazos de hielo en mi cabeza, el tomate quemado en mis pies, la vaporera que me ahogaba, los rezos y sollozos de mi madre que me cuidaba sin importar que descuidaba a los demás hijos que tenía. Siempre fui el más débil. El enfermo que veía por la ventana y no jugaba, el que tosía a la menor provocación y se refugiaba en una habitación lejana para que no lo escuchara la madre, el padre pero sobre todo, la aguja.
Por eso apenas me recuperé y me fui de casa.
Me largué para darle a mis hermanos la madre que quizá no tuvieron. Para alejar de ellos el sonido de la tos, la preocupación sonora, el estrés del hijo que salió defectuoso.
Por eso me fui apenas la fiebre bajó.
Ahora a la distancia, toso cuando quiero y a nadie le importa.
En mi enfermedad, me siento aliviado.
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