martes, 19 de febrero de 2013
Niños
El papel aluminio fue mi primer juguete. El que más quise. Lo tomaba a escondidas de las gavetas de la cocina de mi madre, lo guardaba de los restos de envoltura de paletones Corona, lo hurtaba del señor del puesto de la primaria que envolvía con él la comida que nos vendía.
Lo guardaba como un tesoro, como si el color plateado fuera plata misma. Era feliz. Con el papel aluminio formaba armas, figuras humanas, paisajes que sólo vivían en mi mente, algunas veces también lo usaba para recrear noticias de la nota roja que leía en casa de mis abuelos, notas en las que se señalaba que había un caníbal que se había comido a sus hijos en Ecatepec, Estado de México, y me ponía a darle forma al caníbal y a la sangre de las cabezas de aluminio que rodaban por el piso de mi cuarto. Me tomaba horas, sólo se interrumpía todo cuando entraba mi madre para darme las pastillas o el jarabe o las inyecciones que necesitaba todos los días. Siempre fui un niño bastante débil.
Las pastillas me mareaban bastante así que me recostaba con mi pequeño universo y lo transportaba todo a las sábanas de mi cama, ahora eran montañas en las que los ejercitos peleaban y el caníbal se convertía en uno más de los soldados que usaban estrellas ninjas para abrirse paso y ganar la batalla. No necesitaba más. Dormía profundamente. Me perdía en sueños de sangre y aluminio.
De niño rara vez salía de mi casa a jugar en la lluvia, mi madre recuerda y se le rompe el corazón cada que me vuelve a ver en su memoria como el niño que veía por la ventana a los demás jugando en la lluvia, a mis hermanos corriendo y brincando en el agua, sanos, felices, sin problemas en los pulmones.
Lo que mi madre no sabía es que yo veía las escenas de ellos corriendo y nos los envidiaba, sólo memorizaba sus movimientos para recrearlos con mis juguetes, pensando en mi imaginación que corrían huyendo de una invasión extraterrestre o de un incendio devastador o de zombies en estado de putrefacción y ahí, en mi mente, mis vecinos morían de formas horribles hasta que yo llegaba a salvar a mis hermanos con una armadura completa de papel aluminio, el material más preciado, resistente y heróico del mundo.
Mi infancia estuvo recubierta siempre de papel aluminio marca Reynolds. Y fui feliz.
lunes, 18 de febrero de 2013
Después
Todo lo que tenía que hacer era entregar el sobre. Nada más. Una sola acción, pequeña acción, sin problemas, sin errores, sin complicaciones. No funcionó. Todo salió mal.
El sobre contenía los papeles del divorcio. No habíamos hablado desde la noche en la que me fui de casa con lo que traía puesto. Al día siguiente todas mis cosas estaban ya conmigo. Que bueno es tener amigos en empresas de mudanzas. Comencé a vivir de nuevo, a escribir un poco más, dejé de fumar, empecé a hacer ejercicio regularmente. Salía con alguien. Todo tenía un nuevo sentido. Hasta la comida sabía mejor!
Sólo era entregar el puto sobre. En el sobre viajaban tantas cosas. Incluso yo, en una versión miniatura de mí mismo, viajaba ahí. Me echaba porras y me decía que todo iba a estar bien, yo regularmente abría el sobre y me preguntaba, ¿estás seguro? ¿porque puedo arrepentirme,sabes?
Llegué a la casa que tuvimos, las plantas no habían sido regadas, las cortinas seguían desprendiéndose, ella me esperaba en la sala. Abrí con las llaves que aún conservaba.
Me ofreció un té. Hablamos por primera vez en 7 meses. Había olvidado el timbre de su voz, la última vez que lo había escuchado se perdía a sí mismo en un prolongado "vete a la verga" que aún retumbaba en las paredes, quizá escondido en los marcos de las puertas.
Ya no me amaba. Ya no la amaba. Era tan obvio que dolía y a la vez liberaba. Eramos dos personas de nuevo, como antes del inicio de los días como pareja, antes del "hola, me llamo".
Ahí estábamos. El sobre quemaba. Mi yo miniatura me gritaba "aaaahoooooraaaaaaa". Ella se acomodó el cabello. Hicimos el amor. Me mudé esa noche. Fallé, de nuevo. Destruí el sobre y me destruí destruyéndola a ella con los errores que volveríamos a cometer.
miércoles, 6 de febrero de 2013
Contratiempo
Siempre hay excusas para llegar tarde, una llanta ponchada, un accidente de tráfico, el despertador que no hizo su trabajo, lo que sea.
Yo no tenía excusas para llegar tarde a donde estabas.
Llegué a tiempo y no funcionó.
Llegué incluso con diez minutos de ventaja, no fuera a ser que no te encontrara.
Pero ya ves, nada.
Así como llegué, me fui. Antes de tiempo, antes de que lo notaras. Antes de todo.
Tomé el primer taxi que pasó y le dije que condujera lejos, no miré atrás.
No me arrepiento, ¿sabes?
Hay mucho de complicidad en la fuga, tú querías que me fuera, yo me quería ir. Simple.
Escapamos los dos de los dos.
A tiempo.
Sin contratiempos.
viernes, 1 de febrero de 2013
De limonadas en verano
Mi abuelo era un tipo duro, de esos norteños hijos de hombres que pelearon en la Revolución, criado a cintarazos y abstinencias, nómada, viajero de toda la vida.
Un tipo que lo mismo trabajó en una estación de radio en California, que pizcó frutas de temporada en Carolina del Sur, mi abuelo recorrió los Estados Unidos con su sombrero, una navaja y la promesa a mi abuela y mis tíos de que volvería.
Nunca supimos lo que hizo, lo que pasó durante sus viajes en tren, carreta o coche. Ni tampoco porque dejó de hacerlo y se instaló en Sabinas Hidalgo y puso una pequeña tienda de revistas.
Mi abuelo debió de haber vivido tantas cosas como para escribir un libro, no lo hizo, sólo un pequeño diario que lo mismo incluían recuerdos que números que simbolizaban cuentas por pagar.
El recuerdo más grande que tengo de él fue una tarde en Sabinas, lo acompañé a la casa que tenía en las calles Whashington y Regules, mi abuelo se molestó porque yo desprecié la comida que había y me dijo que no iba a comer entonces. No se despidió y se fue, me dejó en la casa solo. No comí ese día, sólo limones que había en los árboles del patio, pasé la tarde tomando limonadas. Mi abuelo se había ido a Monterrey y me había dejado dentro de la casa, sin llaves.
Trepé la barda y me fui a casa de una tía, me dieron de comer y regresé a la casa con una vasija con más comida para la cena. La casa me asustaba de noche. Era grande y en la noria podían aún escucharse los gritos del niño que dicen que alguna vez cayó ahí. Hacía mucho calor, Sabinas es el infierno en verano.
Mi abuelo no apareció y yo me quedé ahí. En la sala, con todas las luces encendidas y un vaso de agua de limón con hielos.
Toda la noche escuché el viento moviendo los árboles y el ruido de la vieja casa eran navajas que me cortaban los tímpanos. Dormí bañado en sudor, de calor y miedo.
Al día siguiente llegó mi abuelo. Me acerqué a él y le grité que era la peor persona, que lo odiaba, que eso no se hace y que me llevara a Monterrey.
No dijo nada, me dio dinero para el autobus y me señaló la puerta. Yo tenía 8 años.
No me fui, me subí a la camioneta y me llevó con él al campo.
Comimos esa tarde en una pequeña fonda, me quedé dormido en la camioneta y desperté al día siguiente en el cuarto que había sido de mi padre. Mi abuelo ya estaba regando los árboles con agua de la noria.
Volví a Sabinas en diciembre, pasé por la casa de mis abuelos, ambos ya no están aquí.
Dejé de escuchar los gritos de la noria y las navajas del techo, ahora sólo sonaba el agua con el que mi abuelo regaba los limoneros, limoneros que aún existen.
Regresé a Monterrey.
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