viernes, 1 de febrero de 2013
De limonadas en verano
Mi abuelo era un tipo duro, de esos norteños hijos de hombres que pelearon en la Revolución, criado a cintarazos y abstinencias, nómada, viajero de toda la vida.
Un tipo que lo mismo trabajó en una estación de radio en California, que pizcó frutas de temporada en Carolina del Sur, mi abuelo recorrió los Estados Unidos con su sombrero, una navaja y la promesa a mi abuela y mis tíos de que volvería.
Nunca supimos lo que hizo, lo que pasó durante sus viajes en tren, carreta o coche. Ni tampoco porque dejó de hacerlo y se instaló en Sabinas Hidalgo y puso una pequeña tienda de revistas.
Mi abuelo debió de haber vivido tantas cosas como para escribir un libro, no lo hizo, sólo un pequeño diario que lo mismo incluían recuerdos que números que simbolizaban cuentas por pagar.
El recuerdo más grande que tengo de él fue una tarde en Sabinas, lo acompañé a la casa que tenía en las calles Whashington y Regules, mi abuelo se molestó porque yo desprecié la comida que había y me dijo que no iba a comer entonces. No se despidió y se fue, me dejó en la casa solo. No comí ese día, sólo limones que había en los árboles del patio, pasé la tarde tomando limonadas. Mi abuelo se había ido a Monterrey y me había dejado dentro de la casa, sin llaves.
Trepé la barda y me fui a casa de una tía, me dieron de comer y regresé a la casa con una vasija con más comida para la cena. La casa me asustaba de noche. Era grande y en la noria podían aún escucharse los gritos del niño que dicen que alguna vez cayó ahí. Hacía mucho calor, Sabinas es el infierno en verano.
Mi abuelo no apareció y yo me quedé ahí. En la sala, con todas las luces encendidas y un vaso de agua de limón con hielos.
Toda la noche escuché el viento moviendo los árboles y el ruido de la vieja casa eran navajas que me cortaban los tímpanos. Dormí bañado en sudor, de calor y miedo.
Al día siguiente llegó mi abuelo. Me acerqué a él y le grité que era la peor persona, que lo odiaba, que eso no se hace y que me llevara a Monterrey.
No dijo nada, me dio dinero para el autobus y me señaló la puerta. Yo tenía 8 años.
No me fui, me subí a la camioneta y me llevó con él al campo.
Comimos esa tarde en una pequeña fonda, me quedé dormido en la camioneta y desperté al día siguiente en el cuarto que había sido de mi padre. Mi abuelo ya estaba regando los árboles con agua de la noria.
Volví a Sabinas en diciembre, pasé por la casa de mis abuelos, ambos ya no están aquí.
Dejé de escuchar los gritos de la noria y las navajas del techo, ahora sólo sonaba el agua con el que mi abuelo regaba los limoneros, limoneros que aún existen.
Regresé a Monterrey.
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