Estabamos jugando en la calle cuando la explosión a lo lejos interrumpió lo que hacíamos. Salió mi padre sin camiseta de la casa y nos dijo a todos los niños que había explotado la refinería cercana a mi casa, eran pocos kilómetros los que nos separaban de ahí pero estabamos emocionados con la posibilidad de que la destrucción nos alcanzara, de que tuvieramos que ser evacuados como en las películas, de que las cosas fueran divertidas.
Mi casa era de un piso y no se veía bien el fuego, los árboles tampoco nos permitían ver las llamas, sólo mi madre cargando a mi hermano menor y las vecinas comentaban lo que había pasado y la información nos llegaba a los más chicos y nosotros lo transmitíamos, todos oíamos el radio en el cofre del coche del padre de un amigo.
Uno de los vecinos, el que tenía la casa más grande de la calle nos invitó a subir al techo a ver el fuego. Atravesamos la sala de su casa, olía a viejo y la luz casi no entraba, pasamos por una de las habitaciones y vi a una señora acostada en la cama, viendo el techo de su cuarto con la mirada perdida y un tanque de oxigeno a un lado de ella. Sigo sin borrar de mi cabeza sus ojos, creo que la mirada sigue estando en mi.
Subimos al techo a ver el fuego, rompiendo el cielo con sus flamas. El papá de un vecino le señalaba las formas que decía que tomaba el fuego. Le dijo que parecía un diablo que se iba a comer la ciudad. Yo no percibía ningun diablo, para mi era el sol que se estaba deshaciendo y tocando la tierra cerca de mi casa. El fuego de la tarde, los ojos de la señora, el sol que se deshace. La inocencia del diablo en el verano.
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