Abro la ventanilla del coche y escucho los trailers que avanzan como balas por la carretera y mueven mi coche como si mi coche no significara nada, y quizá tienen razón, quizá mi coche no signifique nada. Ella duerme cansada de cantar la misma canción desde que comenzamos el viaje. Yo la veo y la imagino y la extraño a la vez a pesar de que está aquí, llenando todo el coche de ella, llenando todo el día de ella.
Cortamos en dos el mapa del país, no tenemos una ruta definida pero cada quien lleva una tarjeta con 43 mil pesos exactos para ver a donde nos llevan. Vamos a conocer el país nos dijimos, vamos a conocernos pensamos.
El coche sin significado definido se detiene. Nos hemos orillado cerca de un acantilado y ambos tiramos al fondo del mismo el pasado, los otros nombres que antes nos definieron, los millones de sentimientos acumulados, le dimos restart a todo con el sonido del coche avanzando. Al carajo el pasado, a la mierda el futuro.
Ella viendo por la ventana, no me habla ya, no le pido que lo haga, ni siquiera quiero que lo haga, está lejos aunque viaja aquí, no está aquí pero la veo. Ella se quedó para siempre en el acantilado. Yo también. El frío, el vaho de su respiración pinta en el vidrio una capa en la que ella escribe su nombre y luego borra. Escribe otro nombre y luego lo vuelve a borrar.
Al llegar al siguiente pueblo ella tiene un nuevo nombre, no me lo dice, me pide que lo adivine y yo escribo cientos en papeles de colores que guardo en una lata, ella los va leyendo y ríe y se burla de que no le he atinado, saca el último papel y tampoco es, se acerca a mí y me lo dice al oído. Soy un imbécil, pienso. Su nombre sigue siendo el mismo.
Avanzamos por la carretera en el coche que no tiene un significado definido y poco a poco nos vamos disolviendo en las curvas, en la niebla, en el tiempo. En ella.