Yo las veía al menos dos veces a la semana, me amarraba fuertemente a un poste y avanzaba escuchando, protegiendome de no dejarme llevar al fondo de la bahía, por la cuerda que rodeaba mi cintura y que llegaba justamente al filo de la orilla a escasos centimetros de caer para siempre.
Me gustaba el riesgo y me perdía en sus voces, voces de sirenas, inexplicables, increibles y seductoras como ninguna, no entendía lo que cantaban pero las sensaciones en mi cuerpo producidas por las vibraciones de su voz, eran adictivas y relajantes a la vez. Y yo lloraba sin quererlo, conmovido por los ecos y el ambiente de quietud de la bahía y por los recuerdos de los pecados de los cuales no me había arrepentido, pero lloraba sobre todo, pensando en mi propia sirena que se había escapado para siempre de la red que nos habíamos tendido muchos años atrás.
Por la mañana, cuando las sirenas dejaban de cantar y el frío calaba más fuerte, me desataba agotado del esfuerzo de resistirme al canto de ellas, las sirenas, y con los ojos aún llenos de lágrimas, le daba gracias a Dios por permitirme seguir con vida y seguir pecando y seguir pensando en ella.
Quizá mañana ya no tenga fuerzas para atar la cuerda, quizá mañana ya no tenga fuerzas para resistirme al canto, quizá mañana ya no tenga fuerzas para vencer los recuerdos y me hunda en el fondo de la bahía y me vuelva parte del coral inmenso de cadaveres en donde sentadas, las sirenas cantan su arrepentimiento.
No lo sé
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