Lloraba mientras nadaba y sus lágrimas eran más húmedas que el agua misma, sus lágrimas la empapaban terriblemente y la ahogaban, la ahogaban desde adentro. Desde el corazón. Las niñas grandes no lloran, pero ella siempre había sido pequeñita y hoy, mucho más.
La sola idea de sus lágrimas diluidas en el cloro de la alberca en la que las demás competidoras nadaban a su propio ritmo, con sus propias ideas y sus propios problemas, la sola idea de que sus lagrimas estuvieran formando parte de los cuerpos de esas competidoras, la entristecia aun más, porque ya sus tristezas formaban parte de la comunidad con la que compartía la alberca. Por osmosis al menos.
No hay tristeza que dure cien años ni triste que la soporte, pero con las nuevas tecnologías en el campo médico, quizá estemos en la nueva era de las tristezas que duran cien años o más. Será un parteaguas en el mundo de las tristezas y todos podremos ser lo infelices que queramos ser todo el tiempo que podamos vivir.
Como la chica que nada todos los días, como la chica que llora todos los días, como el corazón que late todos los días a intervalos breves, cortos, como las brazadas que daba la chica en esa piscina inmensa que es la vida y el dolor.
Las lagrimas empapando el agua y yo sin saber nadar.
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