Camina por la calle 23, calle llena de putas, de putos, de dinero que cambia de manos, de desolación. A lo lejos escucha el sonido de lo que el disparo provocó. Una cascada de ruidos amontonados que van chocando entre ellos. Sirenas. Gritos. Pasos. Coches acelerando. Cristales que se rompen.
Milo sabía lo que iba a pasar, no todos los días se mata a un capo. No todos los días uno le pone precio a su cabeza.
Sube a un taxi y sin nervios le dice que se dirija a la central de autobuses, sabe que lo esperarán ahí, sabe que lo van a buscar por toda la ciudad, la única salida del pueblo es la central de autobuses y él lo sabe. Por eso los quiere ver ahí.
Llega y paga de más, baja del taxi, observa a los policías, comprados ya por los capos, que lo buscan no para detenerlo, sino para matarlo, aún no lo notan, la indiferencia con la que camina Milo parece ser una capa que lo vuelve invisible. Recuerda una escena de una vieja película de mafiosos, al bueno-malo, lo asesinan esperando el tren, a punto de subir a un futuro mejor. Milo tira el chicle de menta que ya no sabe a nada y compra un boleto para.....
Toma el boleto y se sienta a esperar que llegue el autobús o que lleguen ellos. Ambos se lo van a llevar lejos, la diferencia es nuevamente el ruido con el que se va a ir.
Los ve llegar. Escucha los pasos. En el momento en el que espera, recuerda la escena que lo llevó ahí.
Ahí estaba él. El chingón. El que todo lo puede. Sentado frente a la mesa. Riendo.
Milo lo vió tras la ventana del restaurante. Él lo invitó a pasar. Milo entró y se sentó a su lado. Los acompañantes no opusieron resistencia. Llegó la pasta y Milo se levantó. Caminó dos pasos y sacó de la parte trasera de pantalón la "9", un sólo tiro. Certero. Nadie se dió cuenta. Hasta que él se desplomó sobre la mesa. Cuando esto pasó Milo ya estaba en la calle.
Ahora estaba en la central. Esperando. Llegaron. Lo ven. Lo dejan irse.
No todos los días se mata a un capo. No todos los días a un capo lo mata su hijo.
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