Nunca he sabido atarme bien las agujetas, ni leer los relojes de manecillas, ni leer los ojos de las mujeres, dislexias pequeñas, pienso.
Camino por el filo de la acera, como cuando niño. Nunca saludo a la gente que me saluda con un gesto, solo los ignoro, me gusta que se lleven en la mente mi maleducadez y después, si muero antes que ellos, mientan y digan que siempre fui el tipo más amable, el más cálido, un ángel. Mamadas, pienso.
Compro un té de hierbas que me cuesta demasiado, lo disfruto y me siento sobre las bancas de madera de la cefetería transnacional. Escucho a los estudiantes de medicina hablar de disecciones, de cuerpos, de borracheras, de putas. Juventud, pienso.
Vuelvo a casa y me envuelvo en las cobijas, he decidido no volver a trabajar nunca más. Que venga el banco y me quite los muebles, que venga mi casera y me saque a golpes, que vengan de casa y me quiten el coche, la dignidad y lo que tengo, menos la sonrisa. Sueños, pienso.
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